Difícil ha sido el tiempo transcurrido desde que en noviembre de 2019 en Wuhan, China, se conocieran los primeros casos de neumonía atípica producto del contagio por un nuevo coronavirus que posteriormente es identificado con el nombre SARS-CoV-2. A pesar de los avances con respecto al tratamiento de los síntomas y al desarrollo de vacunas por parte de varias compañías farmacéuticas y centros de investigación, y de cumplirse el próximo 11 de marzo un año de la declaración de Pandemia por parte de la Organización Mundial de la Salud (OMS), países, principalmente europeos y asiáticos que mostraban progresos en la lucha contra la enfermedad del COVID-19 y que habían dado inicio a sus respectivos planes de vacunación, actualmente, continúan padeciendo rebrotes en los casos de contagios, ahora con el agravante de la aparición de nuevas cepas del virus, más contagiosas y de mayor agresividad con respecto a los síntomas que generan.
La compleja realidad a escala planetaria, ha llevado a las correspondientes autoridades sanitarias de cada país, a retomar medidas aplicadas en los primeros meses de la pandemia en la procura por detener los repuntes en las tasas de contagio y de letalidad que afectan a sus poblaciones. Esto obligó a que se asumieran nuevamente la suspensión de actividades escolares presenciales y comerciales no esenciales; penalizaciones más severas a quienes no usen debidamente el tapaboca; se retoman las medidas de confinamiento social, así como la prohibición de público en actividades artísticas y deportivas, aún bajo los controles más estrictos de bioseguridad, como los cumplidos en su momento en distintos estadios de las ligas de fútbol europeas (Inglaterra, Bélgica, Alemania), en la Serie Mundial de Beisbol 2020 y en algunos campeonatos de tenis de la ATP.
La razón superior de salvaguardar la vida humana y la salud pública de las poblaciones, nos hace suponer que una nueva normalidad mundial con presencia significativa de público en importantes eventos artísticos y deportivos, tendrá que esperar un periodo indefinido, aún con la reafirmación por parte del Comité Olímpico Internacional de la realización para este año de los Juegos Olímpicos de Tokio, pospuesto en 2020 a causa de la pandemia.
La situación que atraviesa la humanidad, sin duda ha generado consecuencias inimaginables en todos los campos de las sociedades (economía, cultura, movilidad social, institucionalidad). En este contexto, la dinámica social dentro los procesos de socialización de las personas, han experimentado en diferentes magnitudes cambios significativos que prefiguran nuevos elementos a considerar en el desarrollo de la personalidad de los individuos y las identidades de los actores colectivos.
En el marco del abordaje sociológico en relación al papel que ejerce el deporte como elemento medular dentro de la industria del consumo cultural, y específicamente el espectáculo deportivo por ser el espacio por excelencia donde se concentran un gran número de personas con propósitos, prácticas y símbolos compartidos, al respecto, debemos señalar que este tipo de eventos con el transcurrir de los años siguen consolidando su posicionamiento como actividades de significativa importancia y permanencia dentro de la dinámica cultural de las sociedades actuales. Esto no sólo se debe por su recurrente capacidad de concentración de personas en un espacio determinado, sino a ello se le suma, el enorme poder de penetración que ejerce a través de la cobertura y uso como instrumento publicitaria que hacen los medios tradicionales (televisión, radio y prensa), aunado al despliegue informativo que se realiza por medio de redes sociales.
Producto de la pandemia, la naturaleza del espectáculo deportivo como tal, así como muchos otros aspectos dentro de la vida cotidiana, han visto significativamente trastocada su esencia, al verse imposibilitada la presencia de público por razones sanitarias y de salud pública más justificadas. La fanaticada, público, hinchada, fanatics, nombre que varía según la sociedad y el rol de quien lo enuncie o aborde, ha sido históricamente el actor colectivo que incorpora sustancialmente sentimientos, simbolismo y prácticas sociales concretas al evento, irradiando desde las gradas y tribunas su carácter distintivo que actualmente desaparece y se ve replegada a la mera contemplación mediatizada.
Desde una perspectiva Psicosocial, la práctica deportiva en sus distintos niveles propicia relaciones sociales que facilitan el desarrollo de facetas emotivas dentro de la personalidad, teniendo su mayor incidencia durante la niñez y la juventud, ya que se establece un proceso nuevo de definición de roles y el surgimiento de los “grupos de iguales”. Ahora, cuando se enfila el análisis a los aspectos propios del deporte profesional, y en particular, sobre el papel que representa en las relaciones intrafamiliares en el actual contexto de prohibición de asistir a los espectáculos deportivos, sobre todo a los de deportes de conjunto, tal realidad imposibilita la interacción social dentro de un espacio donde las relaciones jerárquicas presentes en la estructura familiar, dan paso a un conjunto de manifestaciones simbólicas que caracterizan a la fanaticada como un actor colectivo que la sociología cualitativa suele definir como los “otros influyentes”, dado el peso específico que ejercen en la configuración de la personalidad del individuo.
Lo antes señalado, permite ubicar a La Barra como la expresión más significativa de ese actor colectivo, la cual despliega con intensidad toda su dinámica que la provee de identidad propia. En ella, los sujetos adecuan temporalmente su conducta a la de los demás integrantes, estableciendo una relación de afinidad que supera cualquier diferencia generacional, socioeconómica y de roles. Esto genera por una parte, el afianzamiento de una identidad como fanático de un club o equipo en particular, y por otra, en la etapa de la niñez, los primero contactos experimentados con un actor que a diferencia de otros grupos conocidos con antelación (aula de clases, grupos artísticos, deportivos), propicia el compartir entre los integrantes del núcleo familiar y de pares, de todo un espectro simbólico, afectivo y de rasgos conductuales que los identifican como miembros de un actor colectivo de mayor magnitud.
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